Regino Félix se establece en Mérida con su familia tras haber sido asaltado en la Ciudad de México, pero su esposa no soporta las condiciones climáticas y regresa con los hijos. Sobrelleva su soledad escribiendo una novela, una especie dethriller con mucho de verdad periodística, y se inscribe en el taller literario “Elenita Poniatowska Nueva Época”, a cargo de la bella Lula Azero. Ahí sus compañeros Felipe Narváez, cronista oficial de Mérida, y el poeta gay Antonio Motolinía, con malas y buenas intenciones, despedazan sistemáticamente su texto, pero Regino persevera al tiempo que se enamora como un imbécil de su mentora. En la novela de Regino, hay otro matrimonio; una fotografía difundida en redes sociales que lo rompe; un adúltero pendenciero y desesperado que manda que le escriban un libro donde se reivindican los valores tradicionales de la familia y se convoca a la clase acomodada a hacerse justicia por propia mano en un país atenazado por la corrupción, la impunidad y la violencia. En tanto su obra, a trastazos, va encontrando un camino, su autor se debate en circunstancias personales nada estimulantes: recién se ha divorciado y se siente como expulsado del paraíso que había logrado construir.
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“Abre el portón eléctrico de un garaje construido a unos metros de la entrada. Apaga el motor inmerso en la oscuridad artificial de ese pabellón de techo plano que apenas cuenta con una claraboya en la confluencia de dos paredes. Apaga también la radio y el walkie-talkie, que guarda en la guantera. Agarra la chamarra, se la acomoda en el antebrazo y manipula el maletero para sacar su pequeña valija. Emerge a la luz y no puede evitar henchir el pecho de orgullo al arrastrar las rueditas del equipaje. Paraíso en casa. No ha escogido de manera gratuita ese título para su libro sobre los valores restaurados de la moral, en lugar de Los Caballeros de la Fe Perdida. El libro que pagó al negro, aunque él lo revisó con lupa e introdujo numerosas observaciones. Humberto quiere que la sociedad también sea su casa, un paraíso para los probos y decentes, y que nadie dude de que se empeñará en ello hasta conseguirlo. Por algo los otros cofrades lo llaman Caballero Adalid. Suspira de nuevo. Delante de la puerta rebusca en los bolsillos de la chamarra. No ha visto el Mini Cooper. Leonardo y Jessica estarán de juerga con sus amigotes. La Range Rover de Ileana permanece bajo un cobertizo abierto de cinc, junto al garaje. Introduce la llave en la cerradura. No ha dado ni tres pasos con su maletita rebotando sobre la duela del vestíbulo cuando algo le llama poderosamente la atención. Una especie de sombra le roza la cabeza, como uno de esos aguiluchos que en el ocaso sobrevuelan su camioneta al pasar por la loma del mismo nombre. Tarda unos segundos, tras quitarse los anteojos oscuros, en comprender que se trata de un bolso deportivo. Y otro tanto en asociar esa imagen con la de Ileana encaramada en la barandilla de la segunda planta (el caserón es similar a otras residencias de la zona, pero de dos niveles) y mirándolo con una furia ineluctable. Enseguida comienza una lluvia de calcetines y calzones. Cae asimismo un pantalón, un par de camisas arrugadas que ella ha sacado del cesto de la ropa sucia; luego, el propio cesto de la ropa sucia. Cruje y tiembla la casa con los vaivenes frenéticos de Ileana, que ahora sube y baja la escalera que conecta ambos pisos con una foto —papel especial para impresiones digitales— incriminatoria que le restriega a Humberto en la cara. Va a las puertas ventanas del fondo, las abre y las azota sin importarle los ladridos de los perros o que algún peón o sirvienta se escabulla por ahí. Entra en la cocina y sale de ella azotando también la puerta, un súcubo suelto de su jaula. Se dirige a su esposo, que acuclillado mete a toda prisa las prendas en el bolso, lo agarra a golpes con el canto de la mano y la emprende a patadas contra su recia contextura. Luego sube los escalones llorando, y desaparece. Con el corazón en la boca y un subidón de adrenalina que no experimenta ni cuando se parte la jeta con el primero que lo cata feo, Humberto está a punto de desbaratarse. Se recompone como puede, todo desconcertado. Agarra el bolso y la maleta. Cierra la puerta a sus espaldas y sale de nuevo a la soleada y ventosa frescura de ese sábado invernal. ¿Qué carajos había pasado? ¿No se supone que el 14 de febrero es el día internacional del amor y la amistad? ¿Quién demonios lo quiso joder con esa foto, que ni pudo mirar bien? El paraíso se le deshace entre los dedos y tiene que recuperarlo. ¿Pero cómo? Adalid, Adalid, él es el Caballero Adalid… ¿Lo es? Ya no está tan seguro.”
SOBRE EL AUTOR
Adrián Curiel Rivera (Ciudad de México, 1969). Doctor en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha colaborado con artículos de crítica literaria, reseñas y relatos en diversos medios nacionales y extranjeros. Es autor de las novelasBogavante (2000, 2008), El Señor Amarillo (2004), A bocajarro (2008),Vikingos (2012) y Blanco Trópico (2014); de los libros de narracionesUnos niños inundaron la casa (1999), Mercurio y otros relatos (2003),Madrid al través (2003, 2008) y Día franco (2016); del texto ilustradoQuién recuerda a Doña Olvido (2012), así como de los ensayos Novela española y boom hispanoamericano (2006), Los piratas del Caribe en la novelística hispanoamericana del siglo XIX (2010) y Avistamientos críticos (2016). Ha sido incluido en numerosas antologías: La X en la frente. Nueva narrativa mexicana, Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, Antología del cuento mexicano actual, Día de muertos, 20 años de narrativa. Jóvenes creadores del FONCA, Más de lo que imaginas. Cuentos perversos, entre otras. Actualmente reside en Mérida, Yucatán.
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